lunes, 12 de junio de 2017

Migrantes

La balsa de la Medusa


David Torres


·         Hablar de los héroes y no de las víctimas, hablar del coraje admirable de voluntarios y marinos, es una admirable manera de no hablar de los muertos.
    En el cuadro La ‘Balsa de la Medusa’ conviven los vivos y los muertos, la esperanza y la desesperación, las olas encrespadas y las nubes. 
    Sin saberlo, quizá sin sospecharlo, Théodore Géricault también había pintado el futuro, las hecatombes de África y la vergüenza de Europa.



‘La Balsa de la Medusa’, 1819, oleo sobre lienzo de Théodore Géricault (Museo del Louvre, París). / Wikipedia

Hay muchas maneras de hablar del último naufragio frente a las costas de Libia, pero la mejor manera de hacerlo es no hablar, es hablar de otra cosa. Decir, por ejemplo, como ha hecho la mayoría de periódicos e informativos, que se trata de una de las mayores operaciones de rescate marítimo en el Mediterráneo, con más de catorce embarcaciones implicadas, entre ellas una fragata española, y más de 2.300 vidas salvadas. Por desgracia, no se trata de una cifra excepcional: la semana pasada casi 2.900 migrantes fueron rescatados por guardacostas italianos y libios tras el naufragio de más de una docena de lanchas neumáticas.

Hablar de los héroes y no de las víctimas, hablar del coraje admirable de voluntarios y marinos, es una admirable manera de no hablar de los muertos. Un escamoteo literario semejante al de nombrar a Libia en lugar de nombrar a Italia, a Francia y a España, la metonimia fantástica de señalar al Mediterráneo en lugar de señalar a Europa, la ventaja de decir simplemente “Libia” en lugar de ponerse a explicar el derrocamiento de Gadafi, promovido desde Occidente por Obama y Sarkozy, y la interminable guerra civil que ha provocado docenas de miles de muertos y cientos de miles de desplazados. Enumerar las pateras, las lanchas y las barquichuelas en vez de enumerar los mercados, las plazas donde hoy, ahora mismo, en la segunda década del siglo XXI, se están vendiendo esclavos humanos. Subrayar el color de la piel, el desastre de origen, las diversas catástrofes circunstanciales, los adjetivos bélicos, geográficos, médicos y forenses.

En junio de 1818 Théodore Géricault se afeitó la cabeza y se encerró en su estudio durante más de un año para enfrentarse a uno de los mayores empeños de la historia del arte, un lienzo monumental, de cinco metros por siete, comparable a los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, a los Fusilamientos del Dos de Mayo de Goya o al Guernica de Picasso. Géricault se inspiró en la tragedia de La Medusa, una fragata francesa guiada por un capitán incompetente que embarrancó contra el arrecife de Anguin, frente a la costa de Mauritania. Las tormentas, el hambre, la sed y la brutal lucha por la supervivencia provocaron una verdadera matanza entre los supervivientes que al final desembocó en un verdadero terremoto político. En la pintura conviven los vivos y los muertos, la esperanza y la desesperación, las olas encrespadas y las nubes oscuras, el aullido del viento y la fragilidad del horizonte. El cuadro le proporcionó fama y fortuna, pero en el lecho de muerte, cuando alguien le mencionó aquel lienzo que había cambiado el rumbo de la pintura occidental, Géricault dijo con desdén: “Bah, una viñeta”.

Sin saberlo, quizá sin sospecharlo, también había pintado el futuro, las hecatombes de África y la vergüenza de Europa, los blancos y los negros juntos en el mismo barco, los cuerpos musculosos que delatan la supervivencia del más fuerte, los cadáveres con que se alimentaron los náufragos durante la travesía, la carne que comieron, la sangre que bebieron. Salvo el hombre angustiado que se gira un momento hacia sus compañeros y el anciano que sujeta a uno de los muertos con la mirada perdida, todos los demás personajes están de espaldas al público, de espaldas a la historia, a los horrores que han dejado atrás, al hambre, a la guerra, al canibalismo, a esa orgía de espanto y destrucción que llamamos progreso. La Medusa es también el monstruo mitológico cuya mirada convierte al espectador en piedra. Somos nosotros, nuestros padres, nuestros hijos y nuestros nietos, quienes viajamos a bordo de esa lancha, es la humanidad entera la que está llamando a gritos desde la balsa de La Medusa.




lunes, 5 de junio de 2017

Juan Goytisolo

El escritor español Juan Goytisolo ha muerto ayer en Marrakech a los 86 años.







Discurso íntegro de Juan Goytisolo, Premio Cervantes 2014, al recoger el galardón en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el 23 de abril de 2015. 


A la llana y sin rodeos.

"En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción.
El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, "ser noticia", como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas.
La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza.
Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
"Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria", escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor.
Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera.
Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición! Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina.
Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía.
Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel?
¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que "reine la verdad y desaparezcan las sombras", obra cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen.
Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del Quijote, "duermo en el silencio del olvido": ese "poetón ya viejo" (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa "exquisita mierda de la gloria" de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo.
El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, "deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables" e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla.
El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo.
No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino.
Su conciencia del tiempo "devorador y consumidor de las cosas" del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito.
Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote.
Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia."